Un nuevo día ve luz en la tierra más vulnerable de todas aquellas que patean una pelota; un país cuyos habitantes, reyes absolutos de la dicotomía, encuentran en ese fulgor creciente un olvido que hace tiempo necesitan.
Mis ojos, antaño cansinos, se abren como platos. Los mismos a los que un recuerdo alemán llenó de lágrimas. Los que, a pesar de todo, confían en que el futuro hará siembra de las felices.
Hay algo en el aire que me despierta con un tinte de diferencia. Un olor lejano y familiar que me estremece en cada una de sus ondas. Es sensación que mi nariz detecta y que me incita a recordar todo lo que prometí, tan sólo el día anterior, ese tan igual a los demás.
Un escenario militar se reproduce apenas me levanto de la cama. Mi pie derecho gana la primer batalla, esa que las cábalas nunca quieren perder. La segunda decide su vencedor cuando mis manos tantean la pequeña mesa de madera donde reposa el polvoriento rosario.
Lo busco con desesperación, pero no hay caso.
“La tercera es la vencida” me dice la mala suerte, mientras se lo guarda en un bolsillo.
Miro con ansias el calendario de pared, presa perfecta de la multitud de cruces rojas que se multiplican bajo su papel.
Hoy es el día de marcar un círculo en él. La enfermedad vendrá a visitarnos.
Me visto con premura y salgo de mi casa. Al igual que yo, hay cientos de personas en las calles que buscan contagiarse. Buscan inspirar un aire viciado con la visita que cada cuatro años toca nuestra puerta. Nada frena el curso de lo que, desde ese momento y por espacio de un mes, nos abrazará.
Mi respiración se acelera, mientras las pequeñas gotas de sudor perlado que pueblan mi frente confirman mis sospechas. Tengo fiebre.
Fiebre mundialista. Enfermedad que en nuestro país no tiene cura ni gente que quiera conocerla.
¿Decirle a mi jefe que no iré a trabajar porque mis músculos sólo se moverán para buscar comodidad en mi sillón favorito? ¿Escaparme de la celda laboral sólo para cumplir el maravilloso capricho de impulsarme en un sueño compartido?
Una idea mejor, quizás febril delirio, invadió mi pensamiento.
Voy a hablarle de mi amor por los colores del cielo, esos que nos representan. Le contaré mil historias sobre esa gran nación habitada por zares y osos marrones. Narraré como el mas avezado trovador la travesía de 31 países que, desde este día que nace, se lanzarán a la conquista de sus nieves.
Algo me dice que mi jefe también respira el mismo aire que todos respiramos. Algo me dice que él también es soldado en la batalla de las cábalas. Algo me dice que él también tiene fiebre mundialista.
Él también es Argentino.