Mónica nunca quiso ser madre. Fue por eso que, cuando le anunciaron su embarazo, se acordó de aquel profeta que no quiso aceptar su destino, y al que Dios castigó haciendo que fuese tragado por una enorme ballena. Y como ella temía del Todo poderoso, como ella no quería sufrir un escarmiento similar —o peor—, aceptó su maternidad, decidiendo ahí mismo que su bebé se llamase como aquel profeta: Jonás.
Desde pequeño, Jonás Gutiérrez tuvo que ir demostrándole a sus más cercanos en lo que a la larga se convertiría. Con dos años de edad, sufrió una convulsión febril que le paralizó la mitad izquierda de su cuerpo. Unos años después, sufrió un paro cardiaco. Los doctores, confabulándose con su destino, aconsejaron a Doña Mónica que pusiera al pequeño Jonás a practicar deportes para que no sufriera secuelas en el futuro. Y fue en los deportes —atletismo y fútbol— donde se consagraría.
“El Galgo” lo apodaron en Vélez Sarsfield, equipo en el que debutó en la Argentina. Corría la banda tan rápido y tantas veces, que parecía cualquier cosa menos un humano. Los rivales —y los jueces de línea— sufrían con sus escapadas por la diestra del campo.
Con méritos arribó después al Mallorca, equipo español. Ahí fue convocado por primera vez a la selección nacional. En su momento, refiriéndose al once titular, Diego Maradona —entonces seleccionador de Argentina—, llegó a decir: “Mascherano, Messi, Jonás y ocho más”.
De Mallorca pasó al Newcastle.
Fue en “Las Urracas” (como le llaman al equipo inglés) donde corrió más que nunca y donde dio su mejor fútbol. Doscientos cinco partidos en los que convirtió doce goles. Un partido más especial que todos y un gol más valioso que los otros.
El 19 de mayo de 2013 en un partido contra el Arsenal, “El Galgo” recibió un golpe en los testículos en un choque contra un rival. Los médicos del equipo lo revisaron y le dijeron que estuviera tranquilo, que no era nada. Pero pasaron semanas y el dolor y la inflamación no cesaron para el argentino. Cinco meses después de aquel partido, en octubre, le fue diagnosticado cáncer de testículo.
No brindó ninguna conferencia, no fue entrevistado por ningún diario y el club no emitió ningún comunicado. Jonás no quiso contarle al mundo su situación. Nunca dijo el motivo de su silencio. La gente pensaba que por miedo, que estaba aterrado, pero él demostraría, tiempo después, que el miedo no tendría protagonismo en esta historia.
El tumor fue extirpado con éxito en Argentina.
Después de un tiempo de descanso, regresó al Newcastle, donde le notificaron que tenía que buscarse equipo. El eufemismo utilizado por el club para notificar la decisión fue que “no entraba en los planes del técnico”. Ninguneado por las urracas, decidió irse de préstamo al Norwich. No obstante la falta de apoyo recibida por el club, lo peor estaba todavía por venir.
Meses después, a su regreso del préstamo, en uno de los controles médicos que se hizo, a Jonás le dieron la noticia:
“En los estudios salieron unos ganglios suprarrenales inflamados y el tratamiento para sacarlos es empezar con quimioterapia.”
Como Jonás no jugaba en el Barcelona ni lo dirigía, la noticia no acaparó la portada de ningún diario internacional. En los pocos diarios que le dieron lugar, le dedicaron una columnita (más bien absurda) donde lamentaban su situación.
En su poderoso silencio volvió a luchar, como tantas otras veces, por su vida; “a darse de cachetadas con la muerte” como diría mi viejo. Diego Armando Maradona, al darse cuenta de la situación de uno de sus jugadores más queridos, dijo: “Esta vez El Barba (Dios) se equivocó”.
El regreso
Cuando se levantó del banquillo para ingresar, las más de 50,000 personas en el St. James Park, estadio del Newcastle, también lo hicieron. Algunos contemplaban estupefactos; otros, alistaban las cámaras para hacer aquel instante —que de todas formas lo hubiera sido— eterno. Saltaban, aplaudían, y cantaban con acento inglés: “Jonas, Jonas, Jonas”. Se vieron aficionados alzando los brazos en dirección al cielo y gritando eufóricos como celebrando un gol que valiera el campeonato. Jonás, ejercitándose en la banda, se miraba fuerte pese a que el cabello recién le volvía a crecer, pese a que no lucía su tan reconocida y larga cabellera. Aquella cabeza con apenas cabello era la cicatriz. Y como toda cicatriz, nos demostraba que el que la llevaba era más fuerte que su causa.
Al borde de la cancha, listo para ingresar al campo, Jonás sonreía de nuevo.
Ingresó a los 26 minutos de la segunda parte del partido Newcastle vs Manchester United, para demostrarle al mundo que sí, que había momentos en la vida que no le envidiaban nada a una película, que había algo más valioso en el deporte que ganar un campeonato; que la muerte noera invencible, pero que algunas personas sí.
Fabricio Coloccini, compatriota, compañero de equipo y amigo, le colocó —para sorpresa de Jonás— la cinta de capitán.
El partido devino fiesta. Balón que tocaba, balón que luchaba, saque de banda que hacía, pase bueno, pase malo, no importaba: todo lo que hiciera Jonás era una ovación.
Último partido
Newcastle tuvo una pésima temporada: nunca fueron regulares, hubo cambio de entrenador, hinchas molestos toda la temporada y —lejos del objetivo que tenían a principio de temporada (entrar en competiciones europeas)— pelearon siempre por no descender. Pese a esto, llegaron a la última jornada con opciones de salvarse del descenso: una victoria de locales contra el West Ham suponía salvar la categoría. Era lo que se conoce en el fútbol como “un partido de vida o muerte”.
Jonás —que meses atrás no se conformó con volver a pisar de nuevo el césped— se había ganado ya un puesto de titular, y fue alineado en el decisivo partido que, de ganar, supondría la permanencia.
El primer tiempo fue tenso: se podía oler el miedo.
Un gol en contra sería fatal para “Las Urracas” así que todo el equipo se concentraba más en no cometer errores que en buscar el gol. ¿Dije que olía a miedo? Corrijo: apestaba.
Pero en esa cancha que apestaba a miedo había alguien con un corazón sin olfato para esas porquerías.
¿Cómo iba a tener miedo, díganme,
si a los dos años venció la parálisis y soportó un paro cardiaco?
¿Cómo iba a tener miedo,
si se tragó todas las críticas cuando Maradona lo llevó al mundial?
¿Cómo iba a tener miedo, si no le tuvo miedo al cáncer?
¿Cómo iba a tener miedo, si no le tuvo miedo a la quimioterapia?
¿Cómo — ¡pero cómo!— iba a tener miedo,
si no tuvo miedo de volver a jugar?
No…, él no conocía el miedo, no lo conoció nunca y dudo mucho que algún día tenga el disgusto de conocerlo. Ese día al Newcastle sólo le importaba una cosa: sobrevivir. Y quién más, sino él, sabía cómo sobrevivir.
Había luchado todos los balones, había disparado al arco —sin suerte— por lo menos cuatro veces. Fue hasta en el segundo tiempo que mandó un centro perfecto que encontró la cabeza de Sissoko. Ese era el 1-0 a favor del Newcastle. Con eso salvaban la categoría: con esa asistencia de Jonás.
Hacer más que esa asistencia parecía imposible, era impensable. Pero siempre hay peros en las buenas historias.
¿Goles más bonitos? Sí, los hay; sí, los he visto. Pero jamás uno más dulce, nunca uno tan hermoso. Faltando cinco minutos para el final, Jonás se filtró por la banda derecha y desde fuera del área golpeó la pelota con la única parte de su cuerpo que ninguna enfermedad pudo lastrar. Le pegó con el alma, dicen los que ven el video. Luego, se quitó la camiseta y corrió tan rápido por toda la cancha, que parecía que volaba, que ninguno de sus compañeros que lo perseguían para celebrar junto a él lo pudo alcanzar.
Minuto 85: Newcastle 2 — West Ham 0.
Jonás sentenciaba el partido, así como sentenció siempre cualquier situación que fuera de vida o muerte.
***
No es que homenajear a un muerto me parezca malo, pero me parece injusto todo lo que se vivió alrededor de Jonás Gutiérrez. Pero así es el mundo moderno. Así es el fútbol moderno. Y es por eso que cuando murió Tito Vilanova, el mundo se volcó en mensajes de apoyo, con fotos de Tito por todas partes, con homenajes en todos lados, con muchas páginas en todos los diarios. Jonás que sobrevivió, que volvió a jugar, que además volvió a ser titular, que salvó a su equipo del descenso, no mereció mucho. Así fue como el Newcastle no renovó su contrato al finalizar esa temporada en la que no sólo venció por segunda vez al cáncer, sino que también salvó al equipo del descenso.
Esto corrobora, una vez más, que el fútbol está cada día más deshumanizado. ¿Por qué? Sencillo: porque entregamos “Balones de Oro” cuando hay jugadores que tienen corazones de oro. Y porque los dueños de los equipos son, en su mayoría, hombres que visten de hilo y que nunca jugaron bajo la lluvia siendo niños; hombres que nunca jugaron con una pelota de plástico o tuvieron dos piedras por portería. En definitiva: hombres que nunca jugaron de verdad.
Es cierto, el fútbol ha crecido tanto que necesita inversión y administración, a eso nadie se opone; pero como todo, las personas que invierten y administran deben de ser controladas. ¿Se podría decir que la afición del Newcastle hubiera dejado a Jonás Gutiérrez sin contrato? ¿Se podría creer que los jugadores del Newcastle hubieran dejado a Jonás Gutiérrez sin contrato? No es justo que los dirigentes tengan más derecho a decidir que los que, en esencia, son el fútbol: jugadores y afición. La historia de Jonás es una de esas que bien podría ser un cuento sacado de la imaginación de un dramático, pero que —tristemente— sucedió tal y como se las he relatado.
Yo escribí esta crónica hace poco más de dos años, y es justo apuntar lo que ha sucedido desde entonces. Doce meses después de haberla escrito, me enteré de que el Newcastle descendió a la segunda división inglesa. El equipo no pudo salvarse dos años seguidos. Desde entonces, estuvo jugando un año jugando en segunda división. Y lo que llama mi atención es que en el fútbol se le conoce popularmente a la segunda división como “El Infierno de Segunda”. ¿Qué habrán estado pagando “las Urracas”? ¿Algún castigo divino? No lo sé; pero hoy están de nuevo en primera, han vuelto a la superficie. Sí, como aquel profeta.