Desde siempre he visto en el fútbol una necesidad desmesurada de ganar y un miedo exagerado a perder, como si el perder llevase aparejado el tambaleo de la dignidad y el abismo inhabitable (e inevitable) del fracaso. Por eso desde pequeños nos acostumbramos a que la primera pregunta sea el marcador del partido, llegando a asumir que ese es el sentido primero de la práctica futbolística, en vez de disfrutar, crecer humanamente o forjar buenas relaciones. Así, ganar es lo primero, casi lo único, y vale cualquier medio, por deshonesto que sea, para conseguirlo. Lo vemos en cualquier encuentro profesional y, como reflejo, en otros de aficionados y hasta en partidos de base. No me extraña, en este sentido, que un alumno mío de quince años me dijera que su entrenador solo quiere que ganen: como sea, pero que ganen.
Creo que, en estas circunstancias, se corre el riesgo de que el adolescente ponga parte de su autoestima en el hecho de ganar y pueda pensar que vale menos porque pierda unos cuantos partidos o, en caso contrario pero no menos preocupante, que es un fenómeno porque gana habitualmente. En este contexto, puede tener cabida la visión del adversario como enemigo (no como compañero al que debo respetar y gracias al cual puedo pasar un buen rato) y del árbitro como un ser al que debo engañar para que sus decisiones favorezcan mi objetivo máximo, la victoria (no como alguien a quien debo ayudar para que el juego discurra por el sendero más justo, respetuoso y humano posible).
Quizá la vida es así, o quizá hemos alimentado tanto el monstruo de la competitividad, del enfrentamiento sin alma, que (casi) hemos olvidado el sentido del honor y del encuentro sincero, auténtico, misericordioso, entre seres humanos. Pero, quién sabe, quizá también se pueda iniciar un trayecto hasta las mismas entrañas de nuestros sueños, hasta el manantial de las ideas más puras, y volver a elevarnos. Quizá, en ese viaje, podamos ver a un jugador, en una gran final que vaya igualada, reconociendo inmediatamente ante el árbitro que el penalti que ha señalado a su favor no es penalti.
Lo veo en mis sueños y sé que es posible, y también sé que sería una bonita señal de un mundo mejor. Porque el mayor miedo es, efectivamente, a perder, pero no un partido o un título, sino el sentido de la vida y de la propia dignidad.