En el barrio en el que vivía de pequeño, había dos hermanos que cualquiera diría que lo eran. Uno de ellos era el típico niño perfecto, ese que todo lo hacía bien y al que las madres, incluida la tuya, ponían de ejemplo y modelo a seguir. El otro era gamberro, un poco retorcido a veces, un “malote” de barrio, y el típico chico con el que tu madre no quería que te mezclaras demasiado.
Yo siempre me llevé mejor con el malote, para qué negarlo. Era más divertido, mucho más noble y por supuesto, más sincero. El niño perfecto sacaba buenas notas, iba siempre con un aspecto “ideal”, era educado y leía libros de adultos cuando las madres nos miraban en la distancia, en el parque o en la piscina de la urba. Yo prefería juntarme con el malote en algún rincón apartado en el que nos enseñaba sus cómics gore o su colección de revistas porno, con unas fotos que nos abrieron los ojos y nos anticiparon la madurez que nunca alcanzamos.
Lo gracioso del asunto es que el niño perfecto, cuando nadie le veía, dejaba el tocho de Vargas Llosa, se nos acercaba y se hacía el colega, para ver si le dejábamos las revistas o los cómics. Lo normal en un adolescente, pero no en un chico que por encima de cualquier otra cosa deseaba que nada alterara la beatífica figura que se había montado a su alrededor.
Lo que me daba tanta rabia del trato que se daba al villano y al niño perfecto era la diferencia de valoración de los méritos de uno y otro. Cuando el niño perfecto sacaba buenas notas o lograba un premio (no sé, el mejor relato cursi, por ejemplo), toooodas las madres nos lo ponían de ejemplo, de primer plato, de segundo, y hasta de cena:
– ¿Has visto lo que ha conseguido Pepito? Ya podías parecerte a él.
Por el contrario, cuando el villano sacaba buenas notas o ganaba una medalla en el campeonato de kárate del colegio, tu madre te soltaba:
– Habrá copiado de su hermano, o llevaría unas buenas chuletas.
– No me extraña que se le de bien el kárate, con lo bruto que es.
Sus éxitos siempre se ponían bajo sospecha, no como los del niño bonito meapilas. Cuando jugábamos en el parque, el niño perfecto necesitaba controlarlo todo: elegir los equipos, elegir campo, a cuánto se jugaba y hasta pitar las faltas. Era jugador y árbitro, y si le llevábamos la contraria, se llevaba el balón, que para eso era el puto amo. Si las madres estaban cerca, irremisiblemente le daban la razón, porque, ¿a quién iban a creer? Nosotros solo queríamos jugar. Con el villano en nuestras filas, a ser posible. Sí, es cierto, era algo marrullero, te clavaba el codo en las costillas y te empujaba contra la valla que delimitaba el parque, pero no era tramposo. Solo quería ganar, como todos. Como el niño perfecto del barrio, que solo tenía miedo a una cosa: a que su hermano el malote le ganara a algo, daba igual lo que fuera, a que le superara aunque fuera cogiendo el autobús del colegio.
Hace unos meses me leí la biografía del jugador sueco Zlatan Ibrahimovic, titulada por supuesto Soy Zlatan Ibrahimovic, un libro muy divertido contado por alguien que no sabes si está zumbado o por el contrario es un tipo muy cuerdo sobrado de sorna y cachondeo. Me inclino por la segunda opción.
En los capítulos dedicados a Jose Mourinho, con el que el sueco coincidió en el Inter de Milán, dice de él que “es el líder de su ejército”, “alguien por el que estaba dispuesto a dar la vida”. Un enfermo del fútbol, un currante incansable que lo estudiaba todo, controlaba hasta el más mínimo detalle y un tipo que no era el más cariñoso del mundo, pero que daba cada paso y respiraba cada bocanada de aire con el único objeto de lograr lo mejor para su club.
Sin embargo, en los capítulos de desquite sobre su etapa en el Barcelona, Zlatan se despacha a gusto con Pep Guardiola:
“Es un débil y un cobarde”, “Guardiola ni siquiera me daba los buenos días. Evitaba mirarme a los ojos“. Hasta que un día saltó y le gritó delante del resto de la plantilla: “No tienes huevos. Te cagas delante de Mourinho. ¡Vete a la mierda!”
La salida del sueco del Barcelona fue surrealista, una de las peores operaciones de la historia del club azulgrana (costó 70 millones y se vendió por unos 20) y todo porque Pep, “el filósofo”, como lo definió Zlatan, no tuvo huevos de afrontar el problema cara a cara. Messi quería jugar por el centro y el sueco era un alma libre que escapaba al control de Pep. Un tipo incómodo con personalidad que podía saltar por los aires el equilibrio zen obtenido por el entrenador a base de echar a los gallitos (Ronaldinho, Deco y Eto’o) y quedarse con los “niños pequeños” (palabra de Zlatan).
Todo el preámbulo sobre el villano y el niño perfecto es para explicar el hartazgo que me produce toda la falacia que ha montado la prensa acerca de uno y de otro, cómo lo que en Pep es una genialidad se convierte en un logro bajo sospecha en el caso de Mou. Y es que nada debe manchar la imagen inmaculada del de Santpedor, aunque, como veremos en la segunda parte, posiblemente haya mucha más roña en su piel que la que sus fieles palmeros quieran reconocer.
Un simple ejemplo. En ocasiones suelo preguntar a los defensores de Pep (ese tipo tan correcto que no discutía con los árbitros) quién es el jugador más expulsado de la historia del Barça, y tras recapacitar, lo normal es que me contesten:
– ¿Migueli? ¿Alexanko? ¿Stoichkov?
¡Bingo! Stoichkov fue expulsado ocho veces como azulgrana. Era un guarro, un tipo sucio, un villano. Un villano que fue expulsado las mismas veces que Pep Guardiola en su etapa como jugador. Ocho, a las que añadir las cinco como entrenador, dos de ellas en el filial. Buscando el dato para corroborarlo me encontré un foro azulgrana que demuestra lo que decía: la culpa es de los árbitros y el pobre Pep solo clamaba contra las injusticias, porque como todo el mundo sabe es un tipo intachable y amante de la justicia universal. Un crack mediático.
Del villano Mou y del ángel Pep se han oído sandeces tan fáciles de desmontar que sorprende que tengan tanto predicamento. Recuerdo (aún partido de risa) aquel texto sarcástico titulado “Un día cualquiera en la vida de Mourinho y Guardiola”, en el que el portugués atormentaba con llamadas nocturnas a Pedro León y atropellaba a varias ancianas antes de ir al entrenamiento, mientras Pep solucionaba los problemas del mundo, rescataba gatos, charlaba con el Dalai Lama o hacía obras de caridad. Ese sarcasmo era necesario para desmontar a los cegados por la maldad de uno y la bondad del otro.
Allá van dos de las sandeces escuchadas sobre ambos:
– Pues España le debe una Eurocopa y un Mundial a Guardiola, y Mourinho echó a un símbolo del madridismo como Casillas.
Poco importa a los que mantienen la primera falacia que la Euro de 2008 se obtuviera en junio, cuando la carrera de Guardiola como entrenador del Barça comenzó en agosto de ese mismo año. Sorprende que su influencia sobre el fútbol europeo fuera tan amplia desde el Barcelona B, en la Segunda División. El Mundial se ganó porque Vicente del Bosque supo continuar el estilo iniciado por Luis Aragonés (un mes glorioso en cuatro años horribles), y por la suma de todos, los del Barça, y los dos mejores de todo el campeonato, que ¡oh, casualidad! no jugaban con los de Guardiola: Villa y Casillas.
Pero a los defensores del aura mística de Pep todo esto les da igual, como da igual a los críticos del villano Mourinho que Iker Casillas abandonara el club después de su segunda temporada (repito, segunda) con Carlo Ancellotti. Mou será siempre un malvado y Pep un semidiós que habla varios idiomas, y poco importará que Mourinho también se desenvuelva perfectamente en inglés, portugués, español o italiano. “¡Cómo habla Pep, qué dominio de la lengua!”
Mourinho trajo muchas cosas buenas al madridismo, lo desatascó de los octavos de final e hizo la mejor temporada de la historia de la Liga, aunque en su último año tiró por la borda buena parte de su trabajo. Respecto al héroe de Santpedor, ese superhombre que haría las delicias de Nietzsche, creo que la mejor definición la hizo un periodista que fue amigo suyo durante mucho tiempo, Salvador Sostres. Su artículo Guardiola, las dos caras de la soberbia no tiene desperdicio:
“No hay nada que a Josep Guardiola i Sala le obsesione tanto como la proyección pública de su imagen. “
A partir de ahí dibuja la imagen de ese niño perfecto que yo caricaturizaba al principio, vanidoso, soberbio, “ególatra sin parangón”, “un comediante considerable” que “cuando intuye problemas escabulle el bulto”. Un falso. Por eso prefiero la sinceridad del villano.
(Continuará)